jueves, 6 de enero de 2011

(el egocidio II parte)

CHARLA OFRECIDA POR EL DOCTOR BIANCHI EN LUJAN (PARTE 2)

Dentro de ese derrumbe del que hablábamos, yo siento, mirando para atrás, que yo he tenido un desgarro emocional muy grande, pero que he sido muy egoísta en aquel momento porque, tal vez, me había centrado en mi propio sufrimiento, como si el protagonista fuera yo. Desatendía los vínculos afectivos que, por suerte, me quedaban. No he sido, en un principio, un padre contenedor para mis hijos vivos. Ocupado en mi sufrimiento y dolor, los he desatendido, de algún modo. Y también a mi pareja, que durante tiempo tuvo que convivir con alguien triste, muy afligido; ella tuvo la delicadeza de aceptar ese estado emocional mío.

Tiempo después pude hacer conscientes estas debilidades que uno tiene. Los que han leído algunos de mis escritos –o el libro–, habrán podido leer alguna página que dice: “Quiero disculparme”, donde me disculpo con mis hijos vivos, por haberlos desatendido durante algún tiempo, sin siquiera ver que ellos también estaban de duelo: habían perdido un hermano. A mí me parecía que todo el sufrimiento era mío. No sé qué fantasía tenía, que el mundo debía consolarme a mí.

Dejé de atender y de trabajar como profesional. No recuerdo cuánto tiempo, pero fue bastante. Un año, digamos. Yo no podía ir a la consulta porque ningún problema que me presentaran me parecía de la importancia que tenía el mío. Es decir que no pude volver a trabajar, hasta que yo no entendí que cualquier problema es problema para quien lo padece y que necesita ser comprendido y entendido desde su problemática y no desde la comparación con otros problemas.

Entonces, yo, en mi omnipotencia, creía que ningún problema podía ser como el mío. Y además, los pacientes sabían lo que había sucedido. Muchos de ellos estuvieron muy cerca de mí, incluso en los momentos posteriores a la muerte; es como que los pacientes me cuidaban a mí. No me querían hablar de lo que para ellos era un problema porque también ellos pensaban que era poco problema, comparado a lo que yo tenía. Así que no tenía sentido que yo trabajase de esa manera.

¿Cuándo volví a trabajar? Tal vez cuando pude empezar a hacer mi egocidio.
Esa es una palabra que uso habitualmente en mis escritos. El egocidio es la muerte del ego, la muerte de la soberbia. Es el aceptar que yo no soy el ombligo del mundo. Es el aceptar que a mí me puede pasar lo que le puede pasar a cualquiera; que las generales de la ley también son para mí. Recién allí uno puede levantar la vista, salir de uno mismo, levantar la vista para mirar al otro y entender que el otro tiene problemas. Mientras uno no haga el egocidio, no empieza la respuesta que el destino o Dios nos pide cuando se muere un hijo.

De acuerdo al sistema de creencias, uno puede elegir Dios o el destino. El sistema de creencias tiene su peso en todo esto.

Me sirvió desde un principio el Grupo Renacer. Con ellos pude volver, con el tiempo, a hacer una broma, a reírme sin sentir, por esto, que estaba olvidando a mi hijo. Las primeras salidas, los primeros asados los hacíamos en esa comunidad unida en torno al duelo, que era, en aquel momento, ese grupo Renacer. Allí uno se sentía libre de poder contar un chiste y reírse, porque sabían que los padres no van a pensar: “¿cómo se puede reír, si se le murió un hijo?”. Eso lo puede pensar la sociedad, los de afuera.

La sociedad tampoco sabe qué hacer con nosotros. Porque ellos tienen un conocimiento racional de lo que es el duelo y, entonces, muchas veces nos dicen frases hechas: “El tiempo todo lo cura”; o la palmada en el hombro y: “bueno, bueno, hablemos de otra cosa”. La sociedad no sabe qué hacer con nosotros. Pero no hay que extrañarse. No tienen que extrañarse que alguien que los conoce, al verlos en la calle se cruce de vereda para no saludarlos. No es que sean malos. No saben qué decirnos. También está el que no puede hacernos un llamado telefónico. No nos puede hablar.
Como cambian tanto las cosas después del derrumbe emocional, hay gente que por ahí no esperábamos que estuvieran tan cerca, y están más cerca. Y, a los que esperábamos que estén, no pueden. Nosotros no hicimos ningún curso para perder un hijo. Ni la sociedad, llámese familia, amigos, tampoco hicieron un curso para saber qué se le puede decir al que ha perdido un hijo.

En este metie todos somos aprendices. Pero con el tiempo y, en principio, los grupos ayudan. Y nos vamos dando cuenta de algunas cosas: que tenemos que aprender a convivir tal vez con esta segunda piel para poder estar otra vez en sociedad, para evitar, a lo mejor, una suerte de censura social, que considera que todo aquel que ha tenido un derrumbe epistemológico es un discapacitado. Pueden comentar: “Era muy bueno, pero después que murió el hijo…” pareciera que ya no somos tan confiables. Consideran que somos distintos.

Están en lo cierto: somos distintos. Pero no porque seamos discapacitados. Somos distintos porque somos mejores personas, porque esta crisis nos da la oportunidad de crecer espiritualmente, de ser mejores personas y de tener otra mirada hacia el dolor de los demás. Por eso, muchos de nosotros le hemos otorgado, a lo mejor, un sentido a la muerte de un hijo –o más de un hijo– y un nuevo sentido también a nuestra vida, en función de una respuesta que hemos podido dar desde la espiritualidad. No hay otro lugar. Nosotros somos Cuerpo, Mente y Psique –espíritu–. Independientemente de una doctrina religiosa. Desde una doctrina religiosa o no, la única respuesta que puede ser dada a una pérdida tan grande es desde la espiritualidad.

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